samedi, octobre 08, 2005

Viajes X (suite)

Su madre (I)

Su madre había venido a visitarle. La última vez que se vieron fue para el entierro, él había hecho el viaje. Su edad, más de setenta y cinco años, lo mantenía en una línea cuya fragilidad provenía de la muerte de su padre. El duelo deja de hacernos ver las cosas y los seres como puestas en el tiempo, esa manera que tenemos de diluir el presente en un hipotético mañana. Un tedio que él no soportaba.
Es sabido que todo tiene su fin, ese fin nos indica lo largo de la vida: la muerte. Una parte de nuestros esfuerzos consisten en mantener esto al estado latente, un deseo se agrega que quisiera que siempre fuese así. Es contra nuestra voluntad que despertamos y la vemos de frente.

No podemos sostener aquel momento sin que las fuerzas acumuladas nos llamen, o que nosotros acudamos a ellas para encarar con un velo ese presente que no lleva como viático el tiempo. Velo que tan pronto como se entra en escena se rompe.

Cuando tomamos conciencia es ya camino de regreso. Preceden una serie de momentos dispersos que sólo valen lo que dura la angustia y que luego asociados los unos a los otros (progresivamente vinculados) punto por punto dan aquí una alerta, allá un sueño catastrófico; esto mientras se lleva una vida normal pero ya no tan pulcra, corroborando a cielo abierto aquellos puntos, trazo a trazo, ayer una escultura en las afueras del museo, hoy una flor a contraluz o el timbre de una voz en la calle. Dos campos vedados que se hacen contrapunto.

Por poco que se detuviese en el cruce le mostraba que no se hallaba frente a una sustancia, eran las coordenadas de una zona viva cuyas propiedades son infinitas, que cuando se les quiere pensar dan lugar a jucios contradictorios, y que al vivirlas, forman una constelación.

Miraba a su madre con admiración. A veces por la noche se acercaba a su dormitorio y la veía dormir. (Cuando se mira a alguien con atención, nos damos cuenta que los rasgos fluctúan — rescatan la expresión de un pasado remoto: rejuvenecen, o declinan lo que anuncia la vejez, por mencionar sus extremos. Abundan los matices.) Ver un rostro. Se quedaba en el umbral apoyado contra el marco de la puerta. A veces le esperaba un semblante de una ternura infinita que apoyado sobre sus dos manos unidas como en el rezo expresaba sosiego, al mismo tiempo que una vejez que no le conocía lo alertaba si esta tranquilidad anunciaba lo que sería un rostro que ya no despierta. Otras veces se sorprendía viéndola dormir en una posición que no la encontraba con las manos juntas pero con los brazos vueltos hacía atrás, los codos ligeramente elevados, el rostro hacía un lado y las piernas sueltas. El deducía, con alguna vanidad, que bueno tanto no se había equivocado.

Así, podía explicarle a alguien que para que su madre comiera con agrado era necesario, antes, sacarla de su mundo, ofrecerle otro a cambio, aunque fuese provisorio, crearle un ámbito donde no le recayera ninguna responsabilidad, ni le fuera útil llegar con el atado de hábitos que poblaban su soledad, su madre, pudo haber dicho en aparte, estaba sola, ese era el profundo estado en que vivía, lo que ella expresaba en la frase …para no depender de nadie. Resultaba de esa soledad, una serie de atajos, aunque es posible que estos vinieran de más lejos. La comida era uno de los momentos en que su sentido moral, discriminaba el placer, como si a ella sola fuese una especie de tribu donde el tabú culinario ocupa el rol central pues es de ahí que se extraen las normas que rigen la vida social. Menester era entonces sacarla de su función, que real o imaginaria, tenía su fuente inconsciente. Esto no se reducía a liberarla de las tareas domesticas, era proponerle tan solo una transferencia de obligación y no un cambio de natura. Había que trocar de mundo, inventar un territorio donde la alegría tiene mucho que decirle a las palabras. Hacer del mediodía un festejo.

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