vendredi, mars 24, 2006

La carta del padre


LA SILLA


Caminando un día por el bulevar de San Denis, en un pintoresco mercado de pulgas, encontré una hermosa silla. Yo había buscado por las calles y tiendas de París una silla “para leer”, una silla barata, de plástico u otro material, que fuera cómoda para leer. Y en San Denis estaba esa silla, excesivamente hermosa para mis pretensiones y excesivamente onerosa para mi bolsillo. La miré, la toqué, giré a su alrededor, y hasta hice algunos pasos de baile en su homenaje. Me alejé de ella lentamente, mirándola hasta no verla, como nos despedimos de una persona querida.

Llegando a la putana rue Blondel, le conté a mi hijo que había visto una silla elegante y bella. Lo dije como quien habla de una mujer adornada con esas cualidades, pero sin que ello signifique una intención de conquista o posesión. A mi edad, la mujeres hermosas son para mí algo así como un bello y lejano paisaje, un goce visual y nada más, dicho esto sin nostalgia ni tristeza. Lo mismo sucedía con la silla.

Mi hijo me escuchó, no hizo comentario alguno, y salió a comprar los alimentos para la comida, como todas las mañanas. A su regreso con cierto entusiasmo me dijo: “Ví la silla, realmente bonita”. Y yo me encendí, mi paranoia apareció en todo su esplendor. Y aunque mi hijo es enemigo de recibir regalos, especialmente los regalos “útiles” o “prácticos”, yo me propuse comprar la silla para él, aunque mis bolsillos quedaran a la intemperie.

Después de comer, salimos a la rue Sebastopol con destinos distintos para juntarnos más tarde en el Centro Pompidou. El se fue a atender sus asuntos y yo… a ver la silla que , para mi suerte, no había sido vendida. Después de lograr una rebaja de un tercio de su valor inicial, la silla era mía. La cargué sobre mis escuálidos hombros y caminé con ella por la rue San Denis, cansado pero muy feliz, hasta la rue Blondel. Y ahí, frente a la escala infinita que debía subir con la silla, me acordé de Gargantúa cuando, perseguido por la turba parisina, logra trepar hasta las torres de Notre Dame y desde lo alto mea, si mea, a 263 000 personas “sin contar mujeres y niños” (siquísimo, superlativo de “sic”). Yo con la silla al hombro, y en lenguaje rabelaisiano, subí los 263 pisos y generé 263 litros de sudor, sin contar las axilas y la región de Coquimbo.

Pero había llegado al departamento y solo faltaba descansar, y mejor descanso era, por supuesto, sentarse en la silla. M e senté y mi bendita silla se desplomó, botándome groseramente al suelo. Me levanté, le examiné y descubrí que un soporte metálico, a la altura del asiento, está roto, pareciendo difícil su reparación. Generalmente las sillas fallan por las patas, la mía fallaba por los riñones. Sentí un profundo dolor, me dolió todo el cuerpo y sentado en el piso, dormí un largo rato. Mi esfuerzo económico y físico habían resultado estériles. Mi hijo se quedaba sin regalo o con un regalo lisiado y yo con mi dolor. La silla “para leer” no había sabido cumplir sus servicios y mi luminosa intención se convirtió en un sonoro porrazo.

Cuando a Zorba, el griego, se le derrumbó su laboriosa armazón de madera, al final de su aplaudida historia, en vez de entristecerse, lanzó una sonora e interminable carcajada, se desnudó y bailando se dirigió hacia el mar. Convirtió la tragedia en una fiesta.

Hoy, cuando recuerdo en Santiago mi silla patuleca, me río. Cuando vaya a Costa Azul, me desnudaré, danzaré y me meteré en el mar, a mojarme el potito. Amén



Dic 2001

2 commentaires:

Anonyme a dit…

Es un una carta que te envio o que quedo en el tintero ? Que bueno el relato ! Mi comentario anterior se borro, no se por que...
Ahora comprendo mejor todo el historial de la silla !

Anonyme a dit…

Me sonrei a gusto ...casi puedo ver en imagenes el relato ...sinceramente tiene sabor.